La taberna del mar: agosto 2006

30 agosto 2006

Pequeñas imágenes


Camino por la orilla,
la fuerza de las olas, la calma del viento:
inquietud.


No está en ninguna parte, no es nada,
pero el tiempo viene con nosotros
sin detenerse.


29 agosto 2006

Viaje en tren

Había oído multitud de historias sobre los trenes de La India. Historias sobre tumultos, equipajes robados, personas que se tumban en tu asiento y a las que es imposible despertar, caos en las estaciones al subir y bajar las maletas, comidas humeantes a través de las ventanillas... Pero para lo que no estaba en absoluto preparado era para que unos desalmados hiciesen estallar bombas matando a los viajeros. El día 11 de julio fue un día triste en La India, como lo fue aquel funesto 11 de marzo en Madrid. Sin embargo allí estaba yo, a los pocos días, tomando un tren nocturno desde Agra a Benarés.

Nuestro intermediario consideró más oportuno que subiéramos al tren en una ciudad a las afueras de Agra, para evitar el caos y los controles policiales de la estación principal. Nos mantuvo en el autobús hasta quince minutos antes de la llegada prevista del expreso, en una calle oscura y llena de basura, mientras nos hacía preguntas inquietantes:

- "¿llevan ustedes cadenas y candado? ¿no? Bueno, no se preocupen, no hace falta".
- "¿llevan ustedes sábanas? ¿no? Bueno, no se preocupen, no hace falta".
- "¿llevan ustedes mata cucarachas? ¿no? Bueno, no se preocupen, no hace falta".

Al poco rato aparecieron unos "porteadores" que desaparecieron en la oscuridad con nuestras maletas. El intermediario nos entregó los billetes y desapareció también. La estación aparecía iluminada por focos muy brillantes y concentrados, por lo que demasiadas zonas quedaban en penumbra, quizá para ocultar la miseria de los que allí nacen, comen, duermen y mueren a diario y haciendo parecer actores en un escenario a los que refulgíamos bajo las luces. Las ratas correteaban entre los chavales, que cruzaban las vías sin mirar, despeinados y con la ropa hecha jirones.

De repente se acerca un tren cargado hasta los topes de hombres oscuros, las ventanillas llenas de ojos negros que miran fijamente. Del techo cuelgan hamacas que se balancean sobre las cabezas peligrosamente. La puerta aparece atestada de personas que buscan comida de los vendedores que atiborran ahora el andén. Pero nuestro vagón es diferente: es un vagón con literas reservadas (en el billete no sólo pone mi nombre y número de pasaporte, sino también mi sexo y edad). Sin embargo, ese momento en el que subes al tren, sin tener ni idea de dónde está tu maleta, sin saber, no sólo si estás en el vagón correcto, sino si estás en el tren correcto, con los pasillos atestados de vendedores de empanadillas, té, cocacolas y revistas, mientras el tren arranca de nuevo y los vendedores comienzan a saltar en marcha...ese momento es impagable.

El vagón está dividido en compartimentos de cuatro con dos literas a cada lado y, enfrente de la puerta, en el pasillo, otras dos literas. La historia es que tú puedes ir sentado cómodamente en la litera de abajo, que se trasforma de litera en asiento y viceversa, pero, cuando el vecino de abajo decide dormir, te tienes que subir a la de arriba y quedarte colgado como un loro en una jaula. Yo suelo dormir bastante bien en cualquier parte así que la noche trascurrió de forma más o menos apacible, salvo los gargajos y eructos habituales y las personas que deciden descorrer la cortinilla constantemente para verte dormir. De vez en cuando subían policías con palos y se hacía el silencio.

A los pocos días volvimos a coger el tren, de Benarés a Delhi, un viaje larguísimo. Pero ya éramos unos expertos. El problema fue que estábamos diseminados por todo el vagón, así que, armándonos de paciencia, fuimos intercambiando nuestros sitios mejores por asientos peores para acercarnos un poco más. Sin embargo, un hombre que me recordaba a Gandhi de joven (no tengo ni idea de cómo era Gandhi de joven, pero aún así me lo recordaba), tenía un excelente asiento de ventana y estaba cómodamente sentado leyendo un libro de física. Si en aquel tren había un candidato para hacer estallar la bomba seguramente era él. Para estar todos juntos, debíamos cambiarle su asiento por uno horrible en el pasillo encima de un señor que ya dormía, por lo que se tenía que subir a la jaula quisiera o no. Al ofrecerle ese asiento, el hombre accedió inmediatamente, cogió su libro y se subió a la litera. De nuevo la noche trascurrió sin sobresaltos, con los carraspeos tuberculosos ya tan familiares, y llegamos a Delhi con unas tres horas de retraso.

A la mañana siguiente fui a pasear por Lodi Gardens, uno de los más bellos parques que jamás he visto. En uno de sus jardines, me encontré con el hombre que nos había dejado el asiento acompañado por una chica rubia guapísima. Me sonrió.

-"Vaya, dieciocho millones de habitantes y nos volvemos a encontrar".
-"¿Por qué nos dejaste tu asiento? El tuyo era mucho mejor".
- "Supongo que lo hice porque nos íbamos a encontrar hoy y me ibas a agradecer el gesto delante de mi novia, lo cual me alegra enormemente".

Así es La India, llena de pequeños milagros cotidianos. Llena de tragedias. Como la de toda esa gente que había muerto en los trenes pocos días antes. Ojalá se reencarnen en algo bello.

26 agosto 2006

Viaje a la palabra

Cochinos
Desde las oscuras profundidades marinas
surge, entre algas y bacterias, mi vida
que, sigilosamente, en un lento ascenso
arriba hasta los rayos intermitentes,
destellos súbitos y fulgurantes
de ámbito supremo.

Cuerpo que deslizo armonioso
entre aguas transparentes,
donde colores, entornos, calores
se funden en amalgama albiazul.
Así, cual pez abisal que cambia
aletas por patas, en perezoso paseo
asomo a las rocas y arenas,
tierra, aire, sol,
dificultades que son retos,
y busco nuevos manjares
desconocidos en mi vida pasada,
encuentro universos
–hostiles y paradisíacos–
que me acogen en mi rumbo
azaroso e incierto.

Me recojo, rehuyo del ser que soy sin serlo, retorno
y muto sin variar la esencia del abismo,
de la corriente que me arrastró y me izó,
del cambio superficial y de la evolución discontinua.
Rehago mi cuerpo, mi vida, estiro vértebras y osamenta,
pienso y siento –qué placer pensar y sentir–
y reconozco tu mundo, desde el que contemplas
las olas del mar cuya profundidad me creó, y por fin,
encuentro el modo de llegar a ti: la palabra.
Ahora soy súbdito de tu reino.

25 agosto 2006

Barinatxe desde lo alto

Barinatxe desde lo alto (2005)

Respiro aire marino y nubes de horizonte,
veo barcos que entran y salen del puerto
y cometas que se estrellan contra la arena,
un perro jugando con la espuma de las olas
que el aire rompe y desordena.
Subiendo la cuesta por última vez hasta el año que viene,
despidiéndome de los paseos por la arena mojada de la orilla
sin saber si esta vez será la última
(eso no se puede saber).

Ya ni recuerdo el primer día de verano,
cuando bajaba ansioso por meterme en las aguas heladas
y verdes de esta playa,
con todos esos días por delante,
con esas conversaciones
y esos besos con sabor a caracolas,
y corría por la arena para no abrasarme los pies,
ese primer momento de pura luz,
de puro sentir,
esa primera vez después de tantos meses,
cuando llega la primera ola y me sumerjo
y floto boca abajo agarrándome las rodillas
y la ola me vapulea
y me llena de arena y algas y espuma
y me arrastra a la playa
y dejo que el mar vacíe su sal sobre mi piel al sol.

Ese mismo mar que hoy está gris,
que no es el mismo.
Pero ¿acaso podría irme si el mar
estuviese azul y brillante y lleno de estrellas
como estuvo aquel primer día de verano?

23 agosto 2006

Otra vez


Otra vez las piedras camino de la primavera,
época de negras rocas.
La nieve se fundió en tiempo de soledad,
la blanca nieve.
Las nubes cubrieron el cráter del volcán.
mientras yo recibía el calor del sol,
desnudo y solo.
Al llegar la noche, sin embargo, me encontré a mí mismo
jugando con el amor secreto, encontré mi cuerpo
en silenciosa alianza entre generaciones.
En terreno muerto de piedras negras
en ráfagas de aire húmedo fugitivo
amparado por nieve derretida
sobre el negro mar
cubriendo aparentemente un vacío imaginario
hasta ahora, hasta que llegue de nuevo el invierno,
hasta volver a pisar
otra vez las playas de piedras negras
hasta volver a sentir los rayos del sol
tragando la soledad de blanca espuma, otra vez.

21 agosto 2006

Jaisalmer es el fin del mundo

Nunca me he sentido tan cerca del fin del mundo como en Jaisalmer, esta ciudad tragada por la arena cerca ya de la frontera con Pakistán. Un dicho popular cuenta que para llegar a Jaisalmer hace falta un cuerpo de piedra y un caballo de madera. La arena borra las carreteras y la ciudad aparece de repente, porque es del mismo color dorado que el desierto del Thar. Su muralla infinita refulge con los últimos rayos de la tarde, si es que el sol logra escapar de las nubes de arena que flotan en al aire. Entonces, la calidez de la piedra de sus palacios rojizos deslumbra al visitante. Jaisalmer es la Edad Media. Dentro de sus murallas, las callejuelas serpentean entre casitas de barro pintadas de ocre y añil, las vacas se atraviesan en las calles, los chavales bromean desde los tejados de sus casas, las mujeres salen a la calle a lavar y tender, se sientan en esteras en las partes sombrías, obligándote a pasar casi por encima de ellas. Siempre te dirigen una sonrisa y una inclinación de cabeza.

Todo el mundo te cuenta su historia en Jaisalmer, y eso acrecienta la sensación de estar en otra época, en un pasado remoto en el que una persona habla y los demás escuchan. Y Anil me cuenta su historia de amor con una chica de Altea (“la primera de mi vida”) y me describe sus tres noches en el desierto y cómo fue a despedirla prometiéndole que se iría a trabajar al chiringuito playero de los padres de la chica y me enseña una postal que le mandó desde Altea (prefiero no decirle que la foto es de la Plaza de Toros de las Ventas). Y Rajiv me lleva a su casa y me enseña un libro polvoriento de Federico García Lorca con una dedicatoria en castellano que me niego a traducirle. O la de Amish, que pasó unos días en Donosti con su profesor de español y aún llora cuando recuerda sus paseos por la bahía, en otoño. O la de Chandani, la niña triste que vende pulseras a diez pesetas, que oye melodías desconsoladas en su móvil, que se casó a los siete años con un hombre de cincuenta, que se enamoró de un chico de otra casta al que ve un par de veces al año y que ahora se está buscando la vida entre los turistas porque tiene diecinueve años y unos preciosos ojos violeta. O la de Vajra, la acróbata de Udaipur, que apostó con el maharajá que podría cruzar el lago sobre una cuerda y que se ahogó cuando faltaban cinco metros porque el muy malvado ordenó cortar la cuerda. O la de Vasu, que viene de rodar un documental en Santiago de Chile y me pide monedas de un euro para su colección y sé que mi moneda es mucho dinero para coleccionarla y que la gastará en comida para sus cuatro hijos. O la del excelente arquero que se cortó el pulgar para no ser mejor arquero que su señor. O la de las desgraciadas veces en que miles de mujeres se sacrificaron saltando sobre las llamas al ver su ciudad perdida (dos veces y media, las que profetizó el ermitaño). Historias que se mezclan, historias de ayer mismo o que llevan siendo contadas quinientos años.

Todo el mundo te cuenta tu historia en Jaisalmer, porque tienes que tener una historia para que este país inmenso no te trague, para que sus muchísimos millones de habitantes no te arrastren hacia el océano como un río caudaloso, entre el tráfico infernal de camionetas, bicis, carritos, bueyes, búfalos, elefantes, camellos, carricoches, para poder levantar la mano entre todo este caos y gritar en alto: “¡óiganme!, ¡paren!, ¡tengo algo que contarles!”.

10 agosto 2006

Descanso


Una foto y dos palabras aquí,

una cámara y varios libros encima,

para degustar,

a la primera luz del día

y en el tiempo muerto del anochecer,

imágenes, ideas, emociones.

Y soñar contigo.

07 agosto 2006

Benarés, la que siempre resplandece con luz divina

Benarés es la vida y la muerte. Desde sus escaleras, los fieles se adentran en el río sagrado para recibir los baños y llevan a sus muertos a las orillas para quemarlos y arrojar sus cenizas al río, con el fin de romper el ciclo de las reencarnaciones y que puedan descansar por fin en paz. Los peregrinos, con los cadáveres sobre camillas cubiertos tan solo con una delgada tela, que deja entrever según el viento los pies y la cabeza, corren entre el laberinto de callejuelas cada vez más estrechas que acaban en los ghats. Lo mejor, para llegar al río sin perderse, es seguir a una de las comitivas que entonan gritos de alabanza y se lanzan a todo correr con el cadáver a hombros. Entre la algarabía de los comerciantes de polvos de colores, cuadros de dioses y santones, relicarios y vídeos de oración, enormes vacas que ocupan todo el paso disponible, intentando no pisar a los mutilados que se arrastran sin piernas entre las toneladas de basura, mareado por el olor pestilente a cadáver, a hoguera, a incienso, a cloaca, me adentro tras una de las comitivas que se dirigen hacia el río. Me hubiera gustado tener cien ojos alrededor de la cabeza para no perderme nada: las calles se retuercen, se estrechan, suben y bajan, apenas cabe ya una persona (hace tiempo que no veo los ciclotaxis que me perseguían desde que salí del hotel). Parece que nunca llegaré al Ganges. Paso delante de templos diminutos, a modo de hornacinas, que adoran dioses minúsculos con faldas de colores y ojos saltones, o piedras regadas de pintura naranja, ante los que los peregrinos se detienen a veces y entonan hipnóticos mantras. Un calor apabullante, y eso que el cielo está cubierto de nubarrones negros, sube del suelo mojado de orines. Ni una brizna de aire se cuela entre las calles. A veces ni se ve el cielo, porque las casas de ambos lados casi se tocan en lo alto a través de la maraña de cables, terrazas, voladizos y plásticos que sirven para guarecerse de la puntual lluvia de la tarde.

Al cabo de un rato, las tiendas cambian de género y me encuentro ahora en una zona en la que sólo se vende madera. Parece que el negocio de la madera para cremaciones es bastante lucrativo, me dicen que la mejor casa de Benarés pertenece a un intocable (aunque el sistema de castas está abolido en La India, en teoría) que se dedica a vender maderas nobles y aromáticas. Los montones de madera acumulados llegan a la altura de varios pisos, y un olor a carne quemada me indica que me encuentro cerca del destino final. Quizá la estructura de las callejas no es más que un artificio barroco para conseguir que el efecto sea más apabullante: en una de las curvas, cuando la calle parece que no puede ser más estrecha, más calurosa ni más sucia, el esplendoroso espectáculo del gigantesco río se despliega ante mí. La luz divina con la que resplandece la ciudad vibra desde el majestuoso río marrón, un río que se desliza pausado, bañando las interminables escaleras que bajan hasta él desde los palacios de piedra oscura de Benarés. Tres hogueras enormes arden ahora en el ghat de las cremaciones. El cadáver que yo seguía (o quizá es otro) yace ahora sobre una enorme pira de madera que desprende un humo azulado por la lluvia que ayer empapó los troncos. El tamaño de la pira depende del dinero que se pague, y esto incide en que el cadáver se queme o no completamente. Los pies de uno de los cadáveres han quedado sin quemar y surgen de entre las cenizas con un insultante color cerúleo. Me cuentan que a veces es necesario tronchar los huesos que resisten al fuego. Luego todo se echa al río y los familiares se bañan gozosos, satisfechos del deber cumplido. Una señora (la viuda, supongo) permanece en silencio con los ojos fijos en la otra orilla, con una sonrisa en los labios. Quizá en otra época se habría arrojado a la hoguera para acompañar a su marido al otro lado. Quizá sonríe porque ahora no ha de hacerlo, quizá sonríe porque pretende hacerlo. Cuando las llamas de la hoguera se apagan, desciende lentamente hacia el río y se sumerge con las manos en alto sin quitarse el sari azul y sin cerrar los ojos ni siquiera cuando el agua los anega.

La muerte no se oculta en La India, ni se llora. Al amanecer, desde la barca en la que paseo por las orillas, observo cómo la vida serpentea entre las callejuelas abigarradas y ruidosas, sucias y caóticas, entre gritos de ánimo y carreras apresuradas, contemplo cómo la muerte descansa sobre piras de madera y se perfuma de aromas y luego flota apacible, dirigiéndose lentamente hacia el mar aún lejano, en el agua dorada y silenciosa que resplandece bajo la divina luz de Benarés.

04 agosto 2006

A por chipirones


Patxi y yo hemos cogido la motora. Él sabe dirigir la chalupa en estas aguas, por tanto, él la ha puesto en marcha. A las seis de la mañana hemos salido del puerto viejo, y en poco tiempo hemos dejado atrás la desembocadura del Bidasoa, hacia Higer. Al pasar junto al puerto nuevo se nos ha aparecido el ancho mar, Ondarraitz y Dunbarriak, y la costa que se extiende hasta Biarritz.

Hemos dejado San Telmo a nuestra izquierda, y acercándonos a la última punta del monte Jaizkibel, hemos visto la luz del faro luchando contra el amanecer, antes de llegar a Amuitz.

El mar está en calma y Patxi ha acercado la motora hacia las rocas, con mucha habilidad.

Hemos preparado los sedales, y los hemos lanzado al agua entre las rocas.

Durante toda la mañana hemos estado cogiendo chipirones en un eterno balanceo, a veces cantando, hasta que se nos han caído los anzuelos al agua, junto a la gran roca. Entonces hemos entendido el nombre del islote Amuitz, la roca de anzuelos, amu-haitza. Allí han quedado nuestros aparejos, pero no nuestro ánimo, ni los chipirones.

Patxi ha regresado contento con la motora llena.

Yo más contento si cabe, como un chipirón.

03 agosto 2006

Breve inciso

"Los perros de Pushkar" ha sido publicado en el periódico digital 20minutos. Si quereis verlo podeis entrar a http://www.20minutos.es/ (hoy está en la portada) o acceder directamente al relato en http://www.20minutos.es/noticia/146208/0/vacaciones/lectores/perro/

02 agosto 2006

Raj Mandir, el mejor cine de Asia

El Raj Mandir, es, según los entendidos, el mejor cine de Asia. En una zona extramuros de la rosada Jaipur, rodeado de montañas de basura donde las vacas rebuscan entre plásticos, el Raj Mandir llena el firmamento de luces de colores en las oscuras noches de las ciudades indias y atrae, como las polillas, a todo un enjambre de curiosos que se acercan a ver a los privilegiados que guardan cola – los hombres por un lado y las mujeres por otro – para conseguir alguna de las 1.200 entradas de las tres categorías: rubí, esmeralda y diamante. Una pizarra es actualizada a mano por un displicente empleado que borra y vuelve a escribir las butacas disponibles de cada clase, ante la desesperación de los últimos de la fila, que ven frustradas sus expectativas de pasar una noche entretenida. Porque el cine Raj Mandir es, indudablemente, entretenido.

Una vez conseguida una entrada de la clase diamante (la más cara) me adentro en un hall que haría palidecer de envidia a Walt Disney o Tim Burton: un espacio gigantesco decorado con enormes flores de loto invertidas de todos los colores, de las que surgen lazos y guirnaldas apabullantes, con escaleras de caracol por las que podría subir un ejército para contemplar las máquinas de cocacolas y palomitas, cuyos subproductos acuosos y grasientos se pierden en una moqueta espesa, espesísima, en la que temes quedar atrapado, que se levanta hacia el cielo en su unión con la pared y supura espumas y gargajos rojos de betel en las esquinas. Junto a los baños y en los rincones, el olor a amoniaco advierte de esa costumbre de los hombres indios de orinar en cualquier parte, agachados, como las mujeres.

Subo por una escalera con olores a restaurante chino hasta la puerta por la que supuestamente debo entrar. El acomodador dormita descalzo y sin camisa sobre un sofá de veinte metros de largo lleno de palomitas y vasos de plástico vacíos. La sesión anterior aún no ha acabado: una ensordecedora explosión advierte que el final de la película, como algunas de la industria de Bollywood, no será demasiado dulce (ayer vi por la televisión una que terminaba en boda, pero los novios y todos los invitados montaban en un autobús cantando y bailando hasta que éste perdía los frenos y se despeñaba por un barranco, no sin antes haber intentado ser detenido por el protagonista metiendo la cabeza bajo una de las ruedas. En fin).
El acomodador ronca, así que decido sentarme en el enorme sofá, advirtiendo el jolgorio que mi presencia ha causado en un grupito de ratas que juguetea al lado de un papelera y que me miran con ojos rojizos y codiciosos. Una de ellas incluso se pone de pie y hace monadas. El acomodador, que se ha despertado, se justifica ante mi espanto diciendo: “Mickey Mouse”. Y estoy en la clase diamante.

Acabada la sesión anterior, la siguiente empieza sin descanso. Las luces ni se encienden: un bullicio de entradas y salidas, gritos, lloros, risas, eructos y teléfonos móviles acompaña a la subida y bajada del telón, lo que además parece despertar a unos enormes murciélagos que hasta el momento me habían parecido lámparas rococó estropeadas colgando del techo. Su majestuoso vuelo se superpone a los títulos de crédito en la pantalla gigantesca, lo que parece fascinar a los espectadores que aplauden a rabiar. “¿Batman?”, pregunto al acomodador, que vuelve a su sofá sonriendo.

El cine es un verdadero espectáculo ¿pero algo en este país no lo es?: desde la religión al baño, de la comida al tráfico, de los mercados a la lluvia. La gente grita y ríe, y llora y se abraza y los móviles no paran de sonar y los chiquillos suben y bajan las escaleras, se asoman desde los palcos, se montan a horcajadas en las barandillas, se descuelgan desde las cortinas. Está prohibido pasar comida y bebida al cine pero, bajo las butacas, una enorme pila de restos de Big Mac, patatas y ketchup hace las delicias de Mickey Mouse y sus amigas, cuyos rabos grisáceos hacen gritar a los chavales cuando rozan sus pantorrillas. Mientras, Batman y los suyos han suspendido su majestuoso vuelo de reconocimiento y vuelven a descansar boca abajo colgados del techo.

La película es impredecible, parece de amor, pero luego es un musical, en cada canción se cambia de escenario y ropa más de diez veces, la acción trascurre en Delhi pero hay nieve y chalés y barcos lujosos de la Costa Azul, luego explota una bomba y el chico bueno ahora es terrorista de Cachemira y la chica guapa (que era ciega) ahora ve, y siguen las canciones y la gente las corea mientras bandejas con olor a Kentucky Fried Chicken circulan entre las filas de butacas y los niños berrean hartos de subir y bajar escaleras y de tirar caramelos pegajosos y pegotes de arroz desde los palcos. A las dos horas llega el intermedio. Ya ni sé de qué trata la película, podría ser que ahora apareciera Vishnú o Shiva y resucitara a los padres de la ciega, que habían muerto en un accidente de esquí acuático en el Ganges.

Es el espectáculo del cine, es la fiesta de la vida en La India, ese agradecimiento continuo a lo más simple, es el Raj Mandir de Jaipur, el mejor (y desde luego, el más divertido) cine del mundo.