La taberna del mar: febrero 2007

28 febrero 2007

La cara de la amargura

Larragako bideaBusco en mi pasado y siempre encuentro la misma cosa, y sé que en ése mi pasado, siendo más joven y mirando hacia atrás, siempre he encontrado lo mismo. Y nunca he podido ponerle nombre, darle forma, componerle una melodía.
Pero cada vez que me encuentro con eso que no tiene nombre, ni forma, ni melodía, me pongo a escribir para atrapar a la fiera. Y cuando leo escritos pasados encuentro en ellos la misma intención, una pesada obsesión, una similar necesidad reiterativa. Me resultaría fácil traer aquí viejas palabras, a menudo repetidas, colocadas en diferentes contextos, en metamorfosis que oculte la eterna búsqueda.
Pero no quiero hacerlo, no quiero sacar a relucir lo que ya dije porque me hastía profundamente. Sin embargo aquí está de nuevo, sin desearlo, este sentimiento que me acerca incesantemente el destino. Hoy he visto una pena semejante en el rostro de un actor, hoy he leído el mismo recuerdo nostálgico en el amargo fragmento de una novela. Hoy sé que el agujero no termina nunca, y que no soy sólo yo quien cae a su abismo.
Quisiera ponerle un nombre, darle forma, componerle una melodía a este soplo silencioso, y me aburre la búsqueda continua, la hipocresía de siempre, el eterno encubrimiento. Y al mismo tiempo sé que todo esto no es más que una gran mentira, que sería suficiente para liberar mi alma si escribiera aquí mismo una palabra, dos, quizás. Para eso empiezo a buscar una y otra vez en mi pasado, pero nunca llego a ningún sitio.
Hoy, al menos, le he visto la cara al enigmático espectro, tal y como se la vi hace ya un año. Iba conduciendo una vieja furgoneta por una carretera entre verdes trigales, al otro lado de quebradas montañas, protagonista de un amor que nunca envejecerá. Le he visto la cara, pero no le he podido componer ninguna melodía.

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26 febrero 2007

Bajo los meteoros exquisitos


Aquella noche de los meteoros exquisitos
bajo el pinar sombrío
y la luna saliendo de las aguas oscuras.
Olor a sal y pinos
y, en el cielo tenebroso,
aquellos meteoros exquisitos.
Tú fumabas un cigarro
apoyado en el tronco de un pino,
sólo una breve centella de luz roja
cada vez que le dabas una calada.
Supongo que me viste
y por eso fumabas más deprisa.
“No estás sólo”, dijiste.
“Aquí somos muchos como tú.
Venimos cada noche
a olvidar junto a la orilla,
a pensar qué va a ser de nosotros
tras este cautiverio,
si no sería mejor al fin y al cabo
que nos quedáramos aquí eternamente,
oliendo a sal, a pino y a cigarro,
bajo los meteoros exquisitos”.

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23 febrero 2007

Blanca cucaracha


Mirando desde la ventana de la cocina he notado cómo desaparece en su oscuro agujero el bicho blanco. A la tierra va, dejando tras de sí un rojo rastro va. Estalla la tormenta y el ruido del trueno le persigue por el túnel. Mirando desde la ventana, abandono cualquier tarea mientras espero a que se sequen las botas. Cielo de colores, y la blanca cucaracha en la cocina negra, en su rincón, a lo suyo. Retumba el estruendo del trueno y sacude el aire, la casa, la vasta tierra, el corazón de los blancos bicharracos. Se han apagado las luces rojas y las máquinas comienzan a funcionar, un nuevo día.

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21 febrero 2007

Moebius


(Para Pon, por tantas cosas)
Ayer, mientras volvía a casa después del trabajo, por un largo paseo lleno de árboles atípico en Madrid, descubrí, encima de un banco, un chupete blanco con una cadenita de plástico amarilla. Alguien había debido recogerlo y dejarlo allí, a la vista, por si volvía su dueño (o más bien los cuidadores de su dueño). Un poco más adelante, en otro banco ya junto al parque, un babero rosita y amarillo estaba tendido al sol, como una banderola de algún país recién creado. Me hizo gracia y lo relacioné inmediatamente con el chupete, ‘jolín, pues sí que van despistaos’.

Hacia la mitad del parque hay una fuente en la que los mendigos se lavan y que está siempre llena de gorriones, palomas y mirlos. Uno de los mendigos, que siempre me saluda, cogió un zapatito blanco deslumbrante y me lo dio, pensando que yo sabría qué hacer con él (debo tener cara de usar zapatitos blancos de bebé). Lo cogí y lo puse encima de un buzón de correos, a la salida del parque. ‘Va a llegar desnudo el chavalín, menudo despiste’, pensé algo enfadado ya.

Junto a la autovía, colgado de una papelera, me esperaba un pijamita azul, de esos de una pieza con los pies de la misma tela (siempre me han dado envidia, me paso las noches bajándome las perneras del pijama, me molestan). ‘Pues ahora sí que está desnudo, el pobre’. Así, que, cruzando la autovía por el paso elevado, entre unas cajas de cartón en la que duermen algunos hombres oscuros, encontré lo que me imaginaba: un niño de menos de un año, tumbado en el suelo, llorando y gritando.

Lo cogí y volví a cruzar el puente inmediatamente, para ponerle el mono, y ya con el niño vestido, que seguía rabiando, decidí retroceder al parque y ponerle el zapato (bueno, le puse los dos, porque el otro me lo entregó mi camarada el mendigo que lo había encontrado también junto a la fuente). Al final, conseguí también el babero amarillo y ya casi al lado de mi oficina, el chupete, que terminó de aplacar la ira del bebé. Me senté en el banco a recuperarme (desde que lo recogí habían pasado menos de diez minutos). El niño me miraba, se me agarraba al cuello y parecía impaciente por marchar, así que me levanté y recomencé mi camino a casa.

Cuando llegaba al parque el niño empezó a llorar. No me di cuenta de que ya había perdido el chupete.
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19 febrero 2007

Abedules plateados


Abedules plateados (2006)
Anoche, después de mucho tiempo,
bajé a la plaza del barrio
tras la cena, me senté en la terraza del bar
y pedí un combinado con hielos
para aliviar el calor de estos días.
En la plaza de mi barrio
hay dos hermosos abedules
–antes eran tres, pero cuando llenaron todo de cemento,
uno de ellos enfermó y hubo que arrancarlo–
llenos de ramas y hojas plateadas,
iluminadas por focos de blanca luz.
Alguien ha colgado una cuerda
de una de las ramas de abedul
y en la parte baja de la soga
ha dejado un lazo con nudo corredizo,
mecido por el vaivén del aire,
a la altura del cuello de quien pase por allí.
De momento, continúa en su desafío
a los desesperados.
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16 febrero 2007

El día de la ira

Y entonces llega un día
en que me enervo y me levanto con la pata torcida,
y me obceco en derribar las torres más siniestras,
en derramar mi bilis por patios rococós,
y, entre corintias balconadas,
agarrarme a cortinas de oscuros terciopelos
y morderlas hasta hacerlas jirones,
entrar en comedores y salones en los que
blanquecinas vajillas con rebordes dorados
y copas de cristal
desean que me suba a la gigantesca mesa
y patalee un diluvio de fragmentos helados,
rasgue tapicerías,
destroce los relojes mitológicos,
escupa en las pinturas
y arrastre por pasillos las sábanas de seda amarillentas.

Entonces llega el día de la ira,
esa aciaga mañana en la que no hay ventanas con cerrojos
ni enormes puertas atrancadas que me amansen,
inundo con mi furia las cocinas y las caballerizas,
y con un tenedor araño las paredes enteladas,
corriendo por los interminables pasillos
hasta que llego al trono en el que moras,
te quito la corona,
y acaricio tu cuello tumefacto,
ese cuello que aguarda casi ansioso
el afilado y frío acero de la guillotina.
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14 febrero 2007

El socorrista

Barlovento
El hombre sin figura comenzó a contar su historia en la radio. A aquellas horas eran pocos los oyentes. Había una mujer que no podía conciliar el sueño, con el transistor encendido en la mesilla, escuchando atónita aquel sorprendente relato. Un padre que vigilaba la enfermedad crónica de uno de sus hijos, hacía caso al locutor, preocupado en el salón. Mucho más lejos, un joven estudiante no podía prestar atención a los libros y prefería centrar su interés en la voz profunda que fluía de los bafles. No serían muchos más los radioescuchas que seguían de madrugada la historia del hombre sin figura.

Anduve en gigantescas cumbres destrozando el calzado. Sufrí el frío de la nieve blanca, y me perdí a menudo en los bosques. Vi volar las ánimas de los antepasados entre las tumbas de los cementerios, y escuché gritos de batalla en castillos arrasados. Bajé a la ciudad, y me extravió el estruendo de hombres y mujeres extraviados. No tuve alternativa, tuve que llegar al mar, y sus olas me absorbieron. Cuando estaba a punto de ahogarme, un semidiós de cuerpo robusto y recios músculos me cogió en sus brazos y me salvó del remolino de las aguas desmedidas. Agradecido, le abracé en la pradera junto a la playa, y le di un beso en su hermoso rostro.
Al oír aquello, los radioyentes le vieron la cara al locutor, pues supieron que estaba contando la misma historia que vivieron en vidas pasadas, y se percataron de que el narrador de voz profunda asía los sueños y temores de cada uno de ellos. Y ellos mismos, a través de las ondas, le dieron un beso a su socorrista. Y así lo hicieron en adelante cada noche oscura.
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12 febrero 2007

Muchacho


Tus brazos bronceados,
el suave olor de tu axila amoratada,
tus labios como higos maduros,
el ligero vello que orlaba tus tetillas,
y se perdía hacia abajo,
hacia tu vientre liso
fuerte como el acero
y más abajo aún
(me desmaya el recuerdo).

Tus piernas aún impúberes,
pero con mansos músculos
que ya se delineaban.

Y recuerdo tu espalda,
con suave piel de niño arrepentido,
que se perdía en tus nalgas de amaranto.
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09 febrero 2007

Ciento una


Te he escrito cien cartas y las he roto todas. No las recuerdo una a una, hace mucho desde que empecé a hacerlo. Mientras escribía la primera ya sabía que no te la enviaría, pero seguí hasta el final de la página, hasta garabatear la rúbrica. Después la rompí.

Cuando empecé la siguiente puse mi mejor voluntad en aquellas palabras, en expresar correctamente lo que te quería decir, esperando que así no tendría motivos para no mandártela. Al finalizar aquella misiva la introduje en un sobre. Pero teniendo en cuenta el antecedente, sentí una terrible conmoción y también la partí en pedazos, con sobre y todo. Lo intenté con otra, para la que incluso preparé el sello, pero a ésta le di fuego cuando estaba lista para llevarla al buzón.

No perdí la costumbre, a pesar de todo. Llegó una cuarta, y muchas más. En todas esas cartas te contaba miles de cosas, muchas bobadas de por medio, pero en todas ellas estaba escrito aquello que no querías leer. Por eso las destrocé todas.

Hoy he llegado a la número cien. El tiempo no ha pasado en vano, se nos ha transformado el mundo, pero todavía sigo aferrado a este hábito. La he escrito entera, la he repasado de arriba abajo y la he roto. Te he escrito cien cartas y las he roto todas.
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07 febrero 2007

Entre los árboles

Inquietantes reflejos de deleite mudo
por entre los zarzales, hombres desesperados
recurren nuevamente a pasiones de ángeles
indefensos, patéticos, exhaustos.

Perdido,
recomienzo mi errática andadura
hacia los prados que pronto me enseñaste
y encuentro el camino fácilmente,
cual clavos que del cielo el martillo recibe.

Allá al fondo, entre los nogales
resoplos, jadeos,
blanquecinos reflejos de carne entre las hojas,
trozos de carne pálida o morada,
enrojecida a veces entre vahos
como una carnicería gélida de enero.

Me pierdo entre los árboles.

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05 febrero 2007

Ciego

Ciego (1987)

Un rectángulo blanco, blanquísimo,
sobre la negra pared del fondo,
iluminado por un potente
rayo que atraviesa la estancia.

La ventana cerrada,
la lámpara apagada,
¿de dónde proviene la luz?

Olvidé quedarme ciego
al verte.
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02 febrero 2007

Carlos y Carlos


Carlos y Carlos viven juntos, pero separados. Carlos tiene dos niñas y Carlos otras dos. Carlos está casado con una enfermera y Carlos con una peluquera. Por la mañana, ponen el despertador los dos a la vez: a las siete menos cinco. A través del tabique que separa sus casas pueden oír cada uno el despertador del otro. Carlos desayuna de pie, pero Carlos necesita sentarse. Ese tiempo que Carlos ahorra en el desayuno lo aprovecha afeitándose delante del espejo, porque Carlos tiene una barba cerrada y le gusta apurar al máximo. Mientras, Carlos come tostadas y ve un poco la tele, pero sin sonido, porque le gusta oír el ruido que Carlos hace en el cuarto de baño, dando golpes en el lavabo con la maquinilla de plástico desechable. Cuando terminan, los dos se meten en la ducha a la vez, y sienten que es la misma agua la que les moja, Carlos abrasado y Carlos tiritando, porque le gusta el agua fría. Sus mujeres siguen acostadas, entran a trabajar un poco más tarde. Carlos se pone su traje azul oscuro y la camisa a cuadros recién planchada. Carlos un jersey y pantalones vaqueros. Mientras se ata los zapatos, Carlos recuerda cuando conoció a Carlos en la primera reunión de vecinos hace ya casi seis años: recuerda sus ojos negros y su mirada implacable, la suavidad de sus palabras y el ligero olor a tabaco que desprende su boca, sus enormes manos y su cuello blanco. Sin embargo, Carlos no se acuerda de esa primera reunión, pero sí de la primera vez que subió con Carlos en el ascensor, de su gigantesca espalda, de su sonrisa amable, del roce de su mano contra el bolsillo derecho del pantalón. Mientras despierta a las niñas, Carlos se pregunta si no se ha equivocado en algo, si no sería mejor dejarlo todo y olvidarse, irse a vivir a otro lugar, lejos, donde no pueda saber si Carlos se ha levantado o acostado o desayunado. Carlos, por el contrario, piensa que lo mejor sería poner de una vez las cartas sobre la mesa, reunir a ambas familias y decirles lo que pasa, las niñas son pequeñas, van a sufrir menos ahora, cuanto antes mejor. Carlos entra en el dormitorio y da un beso a su mujer, se dirige a la puerta y coge una gabardina gris muy elegante. Puede oír el ruido de las llaves en la puerta de Carlos, que ya sale con un chubasquero azul, porque llueve. Carlos y Carlos se miran y sonríen, ansiosos. Llaman al ascensor y una vez dentro, dan rienda suelta a sus efímeras pasiones. Viven en un tercero. Están pensando en irse a vivir a un sexto. Un octavo quizá sería demasiado bueno.

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