La taberna del mar: noviembre 2007

30 noviembre 2007

Otra vuelta


Ahora –¿pero qué significa ahora, si el tiempo no consigue atrapar nada ni al tercer intento?–, ahora ya no tengo excusas en las libretas hipotéticas ni en los cuadernos virtuales, sino nada más que un miedo escénico a mancillar infructuosamente estas hojas envueltas entre tapas enigmáticas y atadas con arandelas de cuerda y pegadas con cola de encuadernar. Ahora, al igual que en anteriores escenas o que en futuros actos en los que deje la mano fluir a través de las cuartillas, aparece como un milagro en este cristal en el que sólo alcanzo a ver reflejadas las maletas verdes y rojas de otros pasajeros que regresan a casa, como un milagro a través de este vidrio más opaco que transparente, la luna menguante en medio de la negrura de horizontes imperceptibles y el vago recuerdo de un mojito trasnochado. Sigue el fluir de las cosas, de los satélites, de las ruedas sobre los raíles, pero ya estábamos allí entonces, agradecidos, desde la primera intentona, y allí permanecemos, a este lado de los mares y al otro lado de las palabras. Así que vuelvo a sacar mi vieja y pequeña libretilla azul de cartón barato, la que siempre llevo en el bolsillo interior de la chaqueta, y me pongo a garabatear estas letras que circulan solas por los carriles de las hojas, antes de que ningún otro las escriba. Y si me gustan, las pasaré a limpio con buena letra, cuando el tiempo se vuelva a detener un poquito, cuando gire hacia atrás, dé otra pequeña vuelta y yo vuelva a veros como ayer, como ahora.

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28 noviembre 2007

El arte de los locos 7. Ferdinand Cheval y sus sueños congelados

Un día, paseando, te encuentras un ladrillo que te gusta. Lo pones de pie y sigues tu camino. Al día siguiente le añades otro y una piedra de colores. En una par de semanas has levantado un muro con incrustaciones. Lugo amplías el muro, le añades un piso y otro... Algo parecido le ocurrió a Ferdinand Cheval, uno de los más imaginativos y sugerentes arquitectos sin carrera de la historia de la humanidad.

Conocido como el cartero Cheval, nació en Charmes-sur-l'Herbasse, Drôme (Francia en 1836), y a los trece años empezó a trabajar de aprendiz de panadero. En 1867 aprueba unas oposiciones (o algo similar) y es nombrado cartero y enviado a Hauterives, en donde se deberá encargar de una zona que le hace recorrer 33 km a pie todos los días. Durante sus largos paseos (larguísimos), comienza a imaginar un palacio ideal, que va tomando forma en su mente y que cada vez ocupa más espacio, hasta que diez años después decide comenzar a construirlo de verdad.

Así, en 1879, a los cuarenta y tres años de edad, tropieza con una piedra que le llama la atención, la recoge y la lleva a casa para poder mirarla con más calma después. Al día siguiente, en el mismo lugar, encuentra otras piedras parecidas, e incluso más bellas, y comprende que si la naturaleza es capaz de esculpir esas joyas no va a ser él menos capaz de construir su palacio. Y a partir de entonces, treinta y tres años recogiendo piedras por el campo, llevándolas a casa, al principio en los bolsillos, luego en cestas cada vez más grandes, y al final en una carretilla, y noches en vela construyendo incansablemente, dando forma a su bello sueño. Veinte años para construir la fachada este del Templo de la Naturaleza, y trece años más para terminar el palacio completo, que incluye sepulcros, un templo hindú, una mezquita, la Casa Blanca, un castillo medieval, un chalet suizo y ciento treinta y cinco inscripciones. Entonces (a pesar de su deseo de ser enterrado en su palacio, frustrado por las leyes de la época), otros diez años construyendo su tumba en el cementerio de Hauterives, acarreando hasta allí las piedras: terminó la Tumba del Silencio en 1922 y es enterrado en ella dos años después. André Breton visitó el palacio en 1931 y dijo que Cheval era “el maestro incontestado de la arquitectura y la escultura mediúmnicas”.

Como un fantasía hindú mezclada con desasosiegos bíblicos, ensoñaciones mesopotámicas, eclecticismo oriental, alucinaciones congeladas: la obra del cartero Cheval es comparable en belleza e imaginación a la de Gaudí. Tanto el Palacio Ideal como la Tumba del Silencio, fueron declarados monumentos históricos cincuenta años después de la muerte de su autor, que durante la mayor parte de su vida no recibió más honor que el de ser considerado el tonto del pueblo.

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26 noviembre 2007

Segundo intento del tiempo


Abro mi hipotético cuaderno
en busca de una hoja en blanco,
y en la primera página que encuentro
comienzo a leer lo que pone,
y me doy cuenta de que alguien
ha dejado escritas unas cuantas palabras
contando que viajo
en la popa de un gran buque,
diciendo que camino
en busca del sol perdido,
y observo que ese viaje
aún no lo he hecho,
que esa búsqueda está inacabada,
que sólo tengo veintitrés minutos
para leer todo esto
y que la luna necesita veintiocho días
para poder contemplar al sol dando una vuelta
sobre su superficie agujereada.
Cierro mi hipotético cuaderno
y me siento en un banco de la popa del barco
a disfrutar de la puesta de sol.

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23 noviembre 2007

El arte de los locos 6. Judith Scott y los gritos silenciosos

Si alguna vez has visto una foto o un documental sobre Judith Scott sabes que jamás podrás olvidar su imagen: una personita pequeña como recién salida de un cuento de hadas, vestida con extravagantes sombreros y collares que parecen hechos de caramelo, y ropa de colores estridentes, pero mágicos. Parece incluso que Judith traspasa la cámara o el papel y te mira desde el fondo de sus ojillos codiciosos: porque Judith es una artista y tiene una obsesión: recoger todo lo que llama su atención y envolverlo en hilos hasta hacerlo desaparecer creando una escultura. Procura pasar desapercibido, no sea que te enrede a ti también.

Judith Scott nació en Cincinatti en 1943 junto a su hermana gemela pero algo las diferenciaba: Judith tenía un cromosoma de más, era Síndrome de Down. A pesar de que sus padres hicieron lo posible por educar a las hijas a la vez, a los seis años decidieron internarla en una institución y dejar de hablar de ella. Pero su hermana Joyce no podía olvidarla y en 1986 consiguió su custodia y comenzaron a vivir juntas. Judith no había sido bien tratada, ni diagnosticada: en los más de treinta años que pasó en la institución ni siquiera se habían dado cuenta de que, además, era sordomuda.

Entonces, Joyce decide apuntarla al Creative Growth Art Center, en Oakland (que no es un centro de terapia sino una institución artística) donde Judith se dedica espontáneamente a crear sus esculturas a los cuarenta y cuatro años. Allí ejerce su labor de araña: observa, captura y construye un gigantesco capullo multicolor que envuelve todo lo que cae en sus redes, ya sea un ventilador, una bicicleta, trozos de plástico, una silla o un carrito de supermercado. Se entrega con fruición a su labor incansable de ocultamiento o remodelación, creando formas a veces antropomorfas que indudablemente tienen un valor casi mágico, debido a la cantidad de abrazos que Judith les da mientras las elabora. Cuando acaba una escultura (a veces de más de dos metros y con una expresividad plástica emocionantísima) pierde su interés y comienza la caza de nuevo.

¿Qué nos quiere decir Judith con sus esculturas?, ¿acaso quiere hacernos pensar que tras nuestras envolturas multicolores todos tenemos algo dentro, algún tesoro, algún misterio?, ¿que ella misma estaba envuelta por su discapacidad y su sordomudez pero guardaba montones de secretos en su interior? Fascinante mujer que ha logrado el reconocimiento internacional de museos (Lausana, Baltimore, Tokio, Dublín) y coleccionistas privados con sus bellísimas esculturas. Nunca aprendió a leer ni a escribir, ni siquiera le enseñaron el lenguaje de signos: su único medio de expresión es su arte.

Para saber más recomiendo la película “¿Qué tienes debajo del sombrero?” de dos directores españoles Lola Barrera e Iñaki Peñafiel, durante cuyo montaje en 2005 murió Judith Scott. Y aquí un enlace a una página dedicada a su memoria.

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21 noviembre 2007

En algún lugar


Cada vez que respiraba recordaba el color del sol a última hora de la tarde. Ahora no veía el sol, pero sí el color de las hojas de los árboles vestidas de oro, el mismo color que el del último sol del día. Siguió adelante pisando suavemente las hojas que iban cayendo de los árboles, con el viejo sol en el recuerdo y el aire contenido de la respiración en los pulmones. Vio correr a los niños en los parques, a los ancianos encogerse en las aceras, a los viandantes cruzar el puente luchando contra el viento.

No le servía el recuerdo, quería ver el sol ocultándose tras las colinas de la costa. No le servía cerrar los ojos y evocar el último aliento de la luz rojiza exhalado por la bola de fuego. Atravesó las aceras, recorrió las calles y las playas y le caían encima las hojas de los árboles en los paseos, sacudidas por el viento, quería ver la luz genuina, allí adelante en algún lugar.

Oscureció, el sol desapareció de su vista antes de caer tras el horizonte, y para no tener que soportar la oscuridad se encendieron las farolas de la calle, y el faro sobre la playa, y los focos de los autobuses. Pero siguió adelante hacia algún lugar, hasta que vio el interruptor escondido tras las hojas adheridas a la pared, y no tuvo que darle para que se apagaran todas las luces, casi todas las luces, porque lo que buscaba estaba allí mismo, en algún lugar.


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19 noviembre 2007

El arte de los locos 5. Henry Darger y las Siete Chicas Vivian

La Historia de las Siete Chicas Vivian en lo que se conoce como los Reinos de lo Irreal de la Tormentosa Guerra Glandeco-Angeliniana, causada por la Rebelion de los Niños Esclavos”. Casi parece una saga mitológica de esas que tanto éxito tienen entre los jóvenes (a mí me pilló la época de “El Señor de los Anillos”, por lo que me siento enormemente feliz de haber dedicado tantas horas de mi juventud a haber leído la que sin duda es la mejor). Henry Darger nos cuenta la historia de siete chicas (con pito, dicen que jamás descubrió la diferencia anatómica entre hombres y mujeres), una historia colosal que le lleva nada más y nada menos que dieciséis mil páginas y que tardará sesenta años en terminar. Casi nada: la novela más larga jamás escrita.

Henry Darger fue un tipo raro. Pero raro de verdad. Nació en Chicago en 1892 y a los cuatro años falleció su madre al dar a luz a una niña que fue dada en adopción. El propio Henry fue internado en una institución de la que se escapó varias veces. Un impresionante tornado que destrozó la ciudad de Countrybrown le dejó huella. A los dieciséis años, una vez fallecido su padre, alquiló una habitación y se puso a trabajar como fontanero en un hospital. Fontanero y lo que surgiera. Raro, reservado, misterioso, asistía a misa varias veces al día y daba largos paseos recogiendo todo tipo de objetos y revistas de la basura. Su solicitud de adopción de una niña fue rechazada. Entonces empezó a odiar a Dios. Y así continuó hasta 1963, cuando se jubiló a los setenta y un años. Siempre solo, siempre en la misma habitación alquilada, hasta su muerte diez años después.

Y entonces llega la sorpresa: su casero descubre el tesoro, la magnífica y asombrosa obra de arte que le había ocupado desde los diecinueve años. Y es que Henry Darger callaba porque tenía demasiadas cosas en la cabeza, porque estaba creando un mundo, o dando salida a un mundo que no se sabe de dónde venía. Porque él mismo era un dios. El casero encontró una obra literaria de dieciséis mil páginas y cientos de dibujos, en las que niñas con sexo masculino (Las Siete Chicas Vivian) tomadas de las ilustraciones de cuentos infantiles de principios de siglo, dan vida a sus inmensos relatos a lo largo de acuarelas-collages deliciosas, llenas de colorido y vitalidad, aunque siempre hay un horizonte cargado de nubes oscuras, el tornado que se avecina y que acabará con la apacible vida de las niñas: entonces Darger imagina escenas apocalípticas, horrorosas, descuartizamientos, estrangulamientos, evisceraciones, crucifixiones y los más brutales crímenes inimaginables. Pero el capitán Henry Darger se encarga de proteger a la infancia, aún en contra de la voluntad de Dios. Un cuento enorme, una mitología, un mundo.

Me parece de justicia recordar el nombre del casero, Nathan Lerner, sin cuya perspicaz mirada (y con la fundación que creó para su conservación) la humanidad se habría visto privada de la monumental e inquietante obra de Henry Darger, que ha sido objeto de una exposición monográfica en París en el verano de 2006.

Henry Darger, siempre solo, llegando a su habitación alquilada para sumergirse en un mundo fabuloso de niñas y de guerras.


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16 noviembre 2007

El rastro del barco, la estela


Un gran barco de pasajeros
y yo en la popa,
bien aferrado a la blanca barandilla
mirando al mar.
De debajo del buque
suben remolinos en desorden
moviendo una fina espuma blanca sin cesar,
y la espuma se queda meciéndose sobre el agua
mientras el barco se aleja.
Se percibe claramente en el mar abierto
la ancha y larga estela dejada por la nave,
desaparece en el fin del océano más allá del horizonte,
y en todo el espacio que abarca la mirada
el color del mar es azul marino,
y el del cielo, azul celeste.
No sé de dónde viene ni a dónde va este barco,
ni en qué mar navega,
no sé cuánto tiempo llevo a popa, asido a la barandilla,
la mirada perdida en el rastro de agua,
sólo sé que el buque se dirige hacia el nornordeste,
y que yo estoy sólo en la popa vestido de negro,
y que en el cielo el sol se mueve despacio,
y el barco, en el mar.
Desde la sala de máquinas bajo el nivel del agua,
se extiende el sonido de los motores suavemente
hasta ser casi inaudible,
sopla fino el viento, hace frío,
pero no se nota,
no se nota nada
cuando la estela del barco se pierde en el mar.

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14 noviembre 2007

El arte de los locos 4. Aloïse y los ojos vacíos

Algunas mañanas me despierto con ganas de que el mundo se haya convertido en un cuadro de Aloïse, lleno de colores y formas acorazonadas, de besos, de labios, de rosas, de pájaros y príncipes y princesas que se abrazan, que bailan y se besan rodeados de flores. Aloïse Corbaz nació en Lausanne en 1886, en la misma ciudad que hoy conserva alguno de sus cuadros gigantescos que recorren los tres pisos del Museo de L’Art Brut, por el hueco de la escalera. Porque además ella pinta por los dos lados del papel y esa es la mejor forma de verlos.

A los once años muere su madre y se pone a trabajar de costurera, aunque le gustaría ser cantante. Entonces vino el desengaño amoroso y su huída a Potsdam, a la corte de Guillermo II. Pero todo es aún peor y más difícil porque Aloïse se enamora perdidamente del kaiser Guillermo. Un amor no correspondido, obviamente, pero al que ella se entrega en cuerpo y alma empezando a mezclar la realidad y la ficción. El estallido de la primera guerra mundial le obliga a volver a Suiza, donde se consagra tan apasionadamente a labores pacifistas y humanitarias, a la vez que sufre agitación, delirios de grandeza y manía persecutoria, que acaba internada en una institución en 1918, hasta su muerte.

Al poco tiempo empieza a escribir y dibujar, usando papel de embalaje, sobres, cartones, partes traseras de calendarios, que cose para darles formatos gigantescos y sobre los que pinta con grafito, tinta, pasta de dientes o el jugo de lo pétalos de flores que aplastaba. En sus dibujos recrea ese mundo de heroínas y amores románticos en cortes lujosísimas, donde príncipes azules encuentran a sus amadas en bailes de gala. Un mundo que ella conoció, aunque desde fuera, y al que le hubiera gustado pertenecer, del brazo de su amado kaiser. Un mundo teatral y operístico de tragedias más grandes que la vida y de amores eternos, en el que fue papisa, profetisa, madre y esposa. Un mundo en el que los amantes no tienen ojos sino unas órbitas vacías y azules, donde las mujeres-reinas tienen pechos que se trasforman en flores y cuyo vientre es un cesto de frutas.

En 1963 es la invitada de honor en la muestra “Escultoras y pintoras suizas”. Muere al año siguiente, tras pasar cincuenta y cinco años encerrada en un psiquiátrico.

Dicen que mientras pintaba, cantaba arias de Verdi.

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12 noviembre 2007

Las manos atrapadas


Primero metí la mano izquierda
y después la derecha,
en la hendidura que tenía el edificio.
Quería tocar lo de dentro,
coger lo de dentro, utilizarlo.
Y así lo hice:
introducidas las manos en la grieta de la pared
así algo parecido a una sábana
entre mis dedos,
un tejido largo y ancho,
y comencé a sacudirlo
tal como se hace con los manteles
para quitarles las migas de pan.
Cayeron al suelo
todos los restos que había sobre la tela,
pero quedaron mis manos atrapadas,
de modo inesperado,
al otro lado del muro.

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09 noviembre 2007

El arte de los locos 3. Adolf Wölfli: el hombre que se convirtió en San Adolfo II

Antes que nada he de advertir que me apasiona la pintura de Adolf Wölfli, el absolutamente metódico y creativo proceso mediante el cual rellena miles de paginas en blanco sin dejar el más mínimo espacio, con ese “horror vacui” esquizofrénico del que no tiene más remedio que hacerlo porque si se detiene, entonces vienen esos malos pensamientos, y le impulsa a trazar un punto más, una línea más. La musicalidad de sus pinturas, el magistral uso del color y las cualidades rítmicas y decorativas, le acercan a uno de los más grandes artistas “cuerdos” del siglo XX: Paul Klee.

Suizo, nacido en el cantón de Berna en 1864, con una espantosa infancia: padre alcohólico, víctima de abusos sexuales, a los nueve años va pasando de granja en granja haciendo los más diversos trabajos. Durante su juventud, marcada por un desengaño amoroso, es llevado a prisión por intentos de violación y abuso de menores. A la salida de la cárcel, reincide y es internado en 1899 en el hospital de Waldau, cerca de Berna, hasta su muerte en 1930.

Tras unos años de aislamiento debido a su carácter agresivo, a los treinta y cinco años explota: su creatividad asombrosa produce un inagotable caudal de actividad artística imparable. Ha descubierto que la creación le calma, que no tiene más remedio que pintar, escribir y componer música de forma incesante, a todas horas, procurando dar forma a ese caos que sólo él puede ver. Se conservan miles y miles de páginas de sus magistrales dibujos, collages, textos y composiciones musicales. En 1904, el doctor Walter Morgenthaler se fija en su obra y acabará publicando una monografía en 1921: Ein Geisteskranker als Künstler.

Imagino al doctor observando el cambio en la agresividad de su paciente, canalizada ahora ante una hoja en blanco y un puñado de lápices de colores (que consigue regalando sus obras a los visitantes de la clínica), el súbito interés por el arte de una persona ajena a él, alguien que no había recibido ninguna formación artística. Y su asombro al descubrir la belleza de la producción incansable (la misma que me asombra hoy a mí) o las composiciones musicales que el propio Wölfli interpretaba con una trompeta de papel.


En 1908 comenzó a escribir su autobiografía, los viajes por el mundo de un niño que pasa de ser caballero, a emperador y finalmente santo: "San Adolfo II". Veinticinco mil páginas con mil seiscientos dibujos y otros mil seiscientos collages en cuarenta y cinco volúmenes. Pájaros, edificios, ciudades llenas de catedrales y palacios, diseños geométricos, animales, máscaras, serpientes y mandalas le acompañan en su peripecia vital, salvando miles de obstáculos. Algo totalmente ajeno a lo que había sido su vida.

A su muerte, en 1930, la mayor parte de su obra fue a parar al Museo de Bellas Artes de Berna. Caballero, emperador y santo sin salir de su hospital. Acabo con uno de sus textos: “jaardines, paseos y ceementerios, numerosas grandiosas Plazas con elevadas, lujosas obras conmemorativas, estatuas ecuestres y monnumentos...trannvías electr. y eleganntes aceras


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07 noviembre 2007

Notas expuestas bajo los cuadros



Se mezcla en la memoria el olor a incienso con los retratos de aristócratas mujeres venidas a menos, mientras la historia advierte implacable que en la memoria no caben más de tres recuerdos, el olor a incienso, el retrato de los hijos de los vencedores posando pulcramente vestidos junto a las transparentes olas de la playa, y una leve huella, una simple caricia en las serpentinas cerebrales, un vago halo sobre el linaje familiar, sobre todos los habitantes de la ciudad, del territorio provincere en el que nadie, absolutamente nadie puede escapar a su propio pasado.

Y así resulta que el poeta del sí que glorifica tuvo que recordarle al retratista que la necesidad obliga, que el sustento dependerá siempre de los caprichos del señorito, del obispo, del director del diario en el que publican sus caricaturas, y que el arte sufre y se degenera por tener que luchar contra tanto dinero teñido de odio.
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05 noviembre 2007

El arte de los locos 2. Madge Gill y la pintura susurrada al oído

Creo recordar que la primera vez que me sentí atraído por el Art Brut fue viendo una de las obras de Madge Gill, hace unos quince años. La iluminación nocturna, el trazo desasosegador y claustrofóbico de la tinta china, la multitud de caras de mujeres con sombrero que aparecen entre arquitecturas soñadas que se desarrollan por infinitas telas me dejaron sin aliento: había algo allí, esa mujer quería decir algo y era tanta la vehemencia que ponía en hacerlo y tan grande la coherencia estilística que aumentaba mis deseos de penetrar en su mente y me hacía sentir tremendamente inútil. O lo que es más inquietante: quizá era otro el que quería decir algo a través de ella.

Nacida en 1882 en el extrarradio londinense como hija ilegítima, fue criada por su madre y su tía, que la escondieron hasta que a los nueve años fue internada en un orfanato. Poco después marchó a trabajar de criada a una granja en Canadá. Una vez de vuelta en Londres, y con diecinueve años, trabajó como enfermera en un hospital y empezó a interesarse por el espiritismo, animada por su tía, con la que vivía. Poco después se casó con su primo y tuvo dos hijos, el segundo de los cuales moriría en 1918 (a los ocho años) durante la epidemia de gripe española. Al año siguiente dio a luz a una niña muerta y cayó enferma, perdiendo la visión de un ojo.

Y entonces empezó su etapa artística, la que la llevó a pintar metros y metros de tela, siempre de noche, de una manera automática y febril susurrada al oído desde “otro lado”, muchas veces en blanco y negro, a la luz de una vela y con la cara casi pegada al lienzo, un lienzo enorme (alguna de las telas llega a medir treinta y seis metros) que se enrollaba y que le impedía ver la totalidad de la pintura hasta que finalizaba, una vastísima extensión de fantasmagóricos espacios arquitectónicos como los de Piranesi plagados de rostros ovales de mujeres con sombrero elegantemente vestidas, siempre el mismo ¿su hija perdida?. Además de pintar, escribe y borda, con esa productividad asombrosa del que necesita comunicar algún mensaje. Porque ella crea al dictado de un espíritu Myrninerest (“mi paz interior”) que es quien le obliga a pintar y escribir y bordar de esa manera apasionada. Creo que no hay cuadros en toda la historia del arte (junto con los de Füssli, Blake o Goya, pero estos están “en el lado correcto de la línea”) que nos acerquen más al mundo de los espíritus, que nos hagan creer que, indudablemente, hay algo más que no vemos. Un mundo del que Madge actúa como médium. En palabras de la propia Madge: “sentía que me guiaba claramente una fuerza invisible. Sencillamente, no podía parar”.

En 1958 vio también morir a su hijo mayor, dejó de dibujar y empezó a beber hasta su muerte en 1961. Enseñó alguna de sus obras en exposiciones para aficionados pero nunca vendió ninguna: no quería enfadar a Myrninerest (con cuyo nombre firmó alguna de ellas), pero miles de dibujos fueron encontrados en su casa, bajo los armarios y las camas, la mayoría de los cuales son propiedad del distrito londinense de Newham, que, según parece, no tiene intención de exhibirlos.

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02 noviembre 2007

Calle abajo


Desde el balcón de la habitación hacia el sur
cubre la niebla los tejados en la lejanía.
Un croissant en la calle y un café con leche caliente,
para comenzar con energía el camino hacia la vereda.
Pisamos solemnemente la grandes losas,
clavamos la mirada en los escaparates de las tiendas.
Estoy cumpliendo un antiguo sueño
cuando te veo sentado bajo la escultura.
Las anchas aceras de las alamedas y los semáforos
nos conducen en línea recta o en zigzag.
Caminamos hacia abajo perdidos en la corriente,
el cielo encapotado se lleva las angustias del corazón.

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